por Manuel Salvat Monguillot
diario Las Últimas Noticias, 27de abril de 1974
diario Las Últimas Noticias, 27de abril de 1974
En
Ñuñoa todo era distinto en los años treinta. No solo porque éramos
jóvenes, sino porque vivían los tres: César, Lorenzo y Toto. Estos tres
mantenían con su espíritu la estructura de la gloriosa República, cuyo
colorido no volverá a renacer. Cuando llegaba desde Santiago, el
forastero se topaba lo primero con los hermanos Angulo, que atisaban el
panorama desde una esquina de la plaza, que era el centro donde
empezaban a pasar las cosas. Allí se hacía el paseo cotidiano. Filas de
cuatro, seis u ocho jóvenes, tomados del brazo, pasaban en uno y en otro
sentido, conservando la derecha, como se estila desde entonces. El
gobierno de la República por un tiempo el de mejor memoria, estaba
instalado en una fuente de soda próxima a la plaza.
Allí se reunían los tres: César Moreno, Lorenzo Madrid y Aristóteles González a quien llamábamos “el Toto” para no confundirlo con el filósofo del mismo nombre. Cesar y Lorenzo eran poetas, Toto era un observador discrepante. Nunca coincidía con las opiniones de César y ambos se enfrentaban en interminables disputas sobre estilos literarios y formas cómo lo practicaban algunos autores. La llegada del público hacía que la discusión subiera de tono, pero, como siempre fueron entrañables amigos, todo paraba en una ronquera pasajera.
Allí se reunían los tres: César Moreno, Lorenzo Madrid y Aristóteles González a quien llamábamos “el Toto” para no confundirlo con el filósofo del mismo nombre. Cesar y Lorenzo eran poetas, Toto era un observador discrepante. Nunca coincidía con las opiniones de César y ambos se enfrentaban en interminables disputas sobre estilos literarios y formas cómo lo practicaban algunos autores. La llegada del público hacía que la discusión subiera de tono, pero, como siempre fueron entrañables amigos, todo paraba en una ronquera pasajera.
La
República de Ñuñoa, llamada también “comuna de las flores y de las
mujeres bonitas”, por Hernán Espejo, reunía varios requisitos, que eran
prueba de sustento de su autonomía del resto del país. Se hacía vida en
común. Los que no eran “ñuños” eran forasteros. Todos íbamos a dar
vueltas por la plaza por las tardes, con excepción de los lunes y
viernes, en la que el programa obligaba a la popular del Rialto, los
teatros del barrio. En el Rialto alternábamos con el viejo Navia,
personaje característico y de gran relevancia. Había periódicos locales
como Ñuñoa, La Prensa del Tercer Distrito y, por los años 1937-1938 la
revista Timón, que dirigía el poeta Arturo Moncada. Hernán Espejo tenía
un programa de radio, “ La voz de Ñuñoa” que hizo un llamado a los
auditores para que recogieran todos los restos de tranvías Macul, que
iban quedando en el camino, para armar un carro en el estudio. Cada año
había juegos florales y elección de reina de Ñuñoa, motivo de
competencia para los poetas a través de los cantos a la reina. Los
talentos se reunían en “La Montaña”, una especie de lógica
parasimpática. Aunque en un comienzo hubo tenidas de interés, finalmente
se encontró que era más entretenido menudear las iniciaciones, en las
que los neófitos daban muestra de ingenio.
Lealtad,
Tolerancia y Serenidad, virtudes que en algunas ocasiones se olvidaron,
terminando las reuniones en franca batahola. La vida social en broma,
pololeos y otras actividades se llevaban en Plumillas, periódico
fundado, escrito y dirigido por Lorenzo Madrid, que primero apareció
escrito a máquina y más tarde como sección especial de algunos de los
periódicos impresos. Así atravesábamos los días.
César Moreno fue un poeta señero. Su poema más conocido es su carta sentimental que empieza: “Me escribe usted contándome cosas tristes, señora: Sus misivas me han hecho siempre bien... Es la hora nostálgica y sedeña... Bajo el ambiente mudo siento mi corazón palpitante y desnudo...”.
César Moreno fue un poeta señero. Su poema más conocido es su carta sentimental que empieza: “Me escribe usted contándome cosas tristes, señora: Sus misivas me han hecho siempre bien... Es la hora nostálgica y sedeña... Bajo el ambiente mudo siento mi corazón palpitante y desnudo...”.
Había
más literatos en Ñuñoa: Washington Espejo, muy conocido; Alberto Ried,
autor de un curioso libreto que se llama XXI Meditaciones con prólogo de
J. Ortega y Gasset e ilustrado por José de Creef (Editions Le Livre,
libre”, París, 1926) entre muchos más historiadores como Luis Valencia
Avaria, autor de los Anales de la República, y René León Echaiz, venido
de Curicó, que encontró un lugar para la República en la historia de
Chile y también un nombre: Ñuñohue. Lorenzo
Madrid Arellano, muerto en Brasil en 1971, merece párrafo
especial, porque él fue el mantenedor durante el siglo de oro de la
comuna. Tengo un opúsculo suyo, La escala que soñó Jacob (1940), que
lleva como subtítulo la siguiente frase típica en él: “Pensamientos que
escribí para cambiar el camino hacia el noveno y último peldaño de la
escalera que me separa de sus ojos”. Lorenzo
era enamorado por definición y sus piropos eran recibidos con
entusiasmo por las bellas en los trajines de la plaza, “actuaba con
brillo”, decía. Su ingenio era tan fantástico como lo fue su existencia,
regida por una amplia sonrisa irónica. Sus versos recuerdan a Rubén
Darío:
“No
sé en que blancos mares, en que clara bahía, tus altas carabelas
detuvieron el viaje, bajo la noche quieta y estival que dormía en el
lecho fragante e inmenso del paisaje”.
Es
la primera estrofa de una canción de elogio premiada en unos juegos
florales en Ñuñoa en 1932. Cuenta su vida de chilenos en Brasil y allí
se advierte su desenfado, su humor violento, a veces negro. Sus
aventuras, inventadas o reales, bordean la picaresca. Desgraciadamente
se saltó los años de Ñuñoa, que en parte recordamos los que fuimos sus
amigos. En sus últimos tiempos se anunciaba como “Vicepresidente
ejecutivo del Instituto Iberoamericano pro canonización del padre
Alfonso M. Escudero y “Delegado para Brasil de la Cosa Nostra”. Lo
llamábamos El Loco, por la rapidez y el sentido poco convencional de sus
ocurrencias. Pero era más travieso que loco y nunca supo aprovechar sus
exuberantes dotes literarias. Chilenos en Brasil fue una especia de
auto moribunda, pues esperaba el último infarto, el definitivo e
implacable, y el libro termina con un recuerdo de los arbolitos del Cementerio General. Pero hablar de Lorenzo y de su República de Ñuñoa da para mucho. Valga por ahora este recuerdo agradecido.
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